Entre el discurso cristiano y el simulacro sentimental
Positivismo y función social
Sabemos que la fotografía se origina en un momento histórico determinante del pensamiento del hombre. Francia durante el siglo XIX se reinventa epistemológicamente por medio de una escuela filosófica. Surge el denominado Positivismo antimetafísico. En este contexto antiespiritualista, la fotografía es presentada a la sociedad como un descubrimiento científico y como tal, con atributos racionalistas que le hacen merecedora de un rol técnico-instrumental más allá de toda subjetividad:
“La imagen ya no será la construcción salida de la subjetividad del artista, sino la captación, a través de procesos físicos y químicos, de los reflejos electromagnéticos del sujeto-objeto fotografiado.” 1
Bajo esta premisa la fotografía, en un primer momento, es celebrada como una nueva forma de comunicación basada en la acentuación de su automatismo “sin fallas” y frente a una demanda recurrente de los saberes- poderes tanto del Estado como de la ciencia aplicada. En efecto, la fotografía asumirá funciones ortopédicas en múltiples disciplinas y campos como la geología, la mineralogía, la botánica , la naciente criminalística, etc.
Paralelamente, el medio fotográfico abordará con éxito los desafíos que le propone una clase burguesa en permanente ascenso y ávida de prestigio social gracias al extraordinario desarrollo del retrato en estudio. En el contexto latinoamericano de la segunda mitad del siglo XIX, con un mercado más restringido y dominado por la aristocracia terrateniente, la fotografía, en especial, la del retrato daguerrotipista, tendrá un rol de autentificación de la clase dirigente, entiéndase por esto: la auto-validación de la oligarquía agraria y la clase política.
Esta clase dirigente es la llamada a constituir el nuevo cuerpo y la identidad de la nación. En este proceso generado desde arriba, la fotografía refuerza la impronta de un sujeto histórico privilegiado en esta zona del nuevo mundo. Es el instrumento moderno surgido en la urbe europea que dota de una presencia material y civilizatoria a una clase dominante local:
“Dentro de esta lógica, civilizar a las naciones precisaba, a la vez, “modelar” a los individuos adecuados al funcionamiento de las primeras. Esta tarea se concebiría, específicamente, como la de formación del ciudadano, literalmente “habitante de la ciudad”, pues era sólo en la ciudad como centro y con la adopción del estilo urbano de vida que se podría realizar el proyecto nacional modernizador ajustado al paradigma europeo y formar, a través de mecanismos disciplinarios, a la elite social responsable, de una manera u otra de conducir los destinos nacionales” 2
Al surgir más adelante otros procedimientos fotográficos como el negativo en papel, la fotografía se masifica y llega a las clases en ascenso y a sectores medios. A través del formato de la tarjeta de visita ampliamente conocida, la noción de prestigio social se masifica y tiende a desplazarse. Este formato era menos costoso, rápido y por ende más accesible. La tarjeta visita será para las clases medias lo que el daguerrotipo fue para la burguesía, un instrumento de autoafirmación y valoración social.
Pero esta mediatización de la fotografía nos hace ya entenderla no sólo como un invento al servicio de la documentación positivista. Su proyección social nos lleva a abordarla en toda su complejidad. “La fotografía ha sostenido una doble evolución: por una parte, una evolución tecnológica fundamentalmente alentada por el devenir de la investigación científica-tecnológica, y por otro lado, una evolución de sus usos sociales” 3
En el caso que nos ocupa el del retrato post mortem, la fotografía participa de y hace vívido ciertos mitos y creencias arraigadas en la cultura occidental, en específico en la América Latina de creencia cristiana.
La Fotografía como doble
Dentro del género del retrato fotográfico durante el S XIX existió una sub-especie conocida como retrato post mortem. Si ya hemos precisado que en el retrato daguerrotipista la fotografía cumplía un rol de autentificación individual y prestigio social, en la práctica de la fotografía mortuoria encontramos que esta validación de la estructura familiar imperante se mantiene pero acogiendo y materializando aspectos pre-modernos y creencias espiritualistas contrarias al espíritu civilizatorio del pensamiento racionalista. Esta cualidad se hace más notoria cuando comprobamos que su práctica no sólo es inconcebible sino abiertamente rechazada en la actualidad. En las crónicas del siglo XIX se resalta el hecho de que los deudos al perder a un ser querido requerían de un fotógrafo para mantener viva la presencia del difunto. Es más, la autora Andrea Cuarterolo señala que luego del proceso de masificación de la fotografía hacia sectores menos pudientes: “… las clases más bajas, sobre todo rurales, fueron de hecho las responsables de que esta práctica se extendiera hasta bien entrado el S. XX”.4
La autora destaca que esta persistencia tenía bases culturales provenientes de la influencia católica en los sectores rurales. Recordemos que el cuerpo es el templo del alma en la tradición bíblica y que conservar la imagen del cuerpo es mantener íntegramente a la persona ya fallecida. Estas construcciones simbólicas son expresión de un imaginario tradicionalista y desde ya se puede entender porqué el avance modernizador que empuña la clase liberal no avanza de la misma manera en el campo. La estructura agraria latifundista seguirá durante varias décadas siendo la base y la expresión de un pensamiento conservador.
Laura González Flores nos da una idea de cuán profunda está arraigada en nuestra cultura la concepción de la imagen como huella de una realidad material. “Si en nuestra cultura se ha valorado el perfil funerario, la máscara mortuoria y, ahora, la fotografía es porque todos ellos no se entienden como representaciones sino como rastros materiales.” 5
La autora analiza etimológicamente la palabra “imagen” en el contexto de la cultura Romana. Los romanos designaban con la palabra Imago a la máscara de cera que se le hacía por impresión directa al fallecido, y según el rango social del difunto la Imago adquiría valor legal y material. En el caso del emperador romano esta máscara era un doble de cuerpo y se utilizaba para su entronización divina durante su segundo funeral cuando el molde era incinerado sin dejar huella material. El emperador reaparecía entonces incorruptible y convertido en un nuevo dios en el Olimpo. En los patricios romanos esta imagen de cera servía como prueba material de la estirpe y de los títulos nobiliarios y solos ellos podían guardarla en su hogar. “La imago, por tanto, no era una re-presentación del cuerpo realizada en tanto semejanza metafórica, como en los íconos griegos sino más bien una presencia de carácter metonímico: su valor residía en su presencia física real y no en su posible parecido”
Bazin en su famoso texto “La Ontología de la Imagen Fotográfica” afirma que nuestra dependencia de la imagen fija descansa en una necesidad sicológica y cíclica de los seres humanos por perdurar en dobles perfectos de lo real, y atribuye a la fotografía un perfeccionamiento material en la reproducción del mundo sin precedentes. Aunque Bazin enfatiza el carácter objetivo del medio fotográfico éste igualmente intuye al medio fotográfico como un posible index en relación a las máscaras mortuorias: “Habría que estudiar sin embargo la sicología de las artes plásticas menores, como por ejemplo las mascarillas mortuorias que presentan también un cierto automatismo en la reproducción. En ese sentido podría considerarse a la fotografía como un modelado, una huella del objeto por medio de luz”.7
Máscara mortuoria de Beethoven
Sentida entonces la fotografía como el rastro precioso de una existencia en fugacidad, es plausible relacionarla con la reliquia católica toda vez que en tal instancia la imagen se beneficia con una transfusión de la cosa a su reproducción. Así podemos entender la veneración extrema que ha suscitado en los creyentes católicos el Sudario de Turín. Aquí la luz del cuerpo divino ha dejado la impronta material de su radiación sobre el lienzo sin mediación humana. Sin mácula también los niños bautizados y tempranamente fallecidos serán considerados seres celestiales. Según los dogmas católicos un niño bautizado muere sin pecado mortal y por tanto se va, sin mediar purgatorio, directamente al cielo, convirtiéndose en un ángel. La fotografía de angelitos entonces recupera una tradición católica española en la América Hispana con una serie de rituales entre los cuales estaba, por ejemplo, vestir al niño de blanco como símbolo de su pureza.
Por otra parte, Andrea Cuarterolo indica que en las tendencias de la época se perciben transferencias del espíritu romántico anhelante de tiempos medievales en los cuales el recuerdo de la muerte se hace constantemente presente por medio de una serie de iconografías nostálgicas y melancólicas. En esta dirección debemos entender que la fotografía se alimenta de una tradición visual que tiene larga data sobre todo en la pintura, (el retrato mortuorio) la cual exhibe además un renovado auge en Europa durante la primera mitad del siglo XIX. A pesar de esto es evidente que la fotografía con su exactitud mecánica lograba fijar de manera más fascinante el carácter fugaz de la vida, un anhelo propiamente romántico:
“Una fotografía realista tomada inmediatamente después del momento de la muerte, podía capturar esta entrada triunfal al cielo. La pintura podía retratar alegremente al difunto con vida, pero para la sociedad decimonónica, la fotografía, al mostrar el momento mismo de la muerte, lograba representar más perfectamente la esencia de esa persona. La fotografía mortuoria se convierte así en la imagen viva de una cosa muerta.” 8
Este carácter casi idolátrico de la imagen será puesta en evidencia por aquellas personas que, no habiendo tenido ocasión de fotografiar a un ser querido, la irrupción de la muerte se les presentaba como la última oportunidad para eternizar su presencia. En efecto, bajo la percepción romántica la materialización de estos instantes frágiles y volátiles sólo puede ser entendida como una victoria contra la muerte y el tiempo.
“Las imágenes mortuorias respondían a un impulso propio de la época. Este impulso puede describirse como un deseo romántico y sentimental de sobreponerse a la separación permanente del ser querido.(…)la separación sólo podía afrontarse a través del recuerdo reteniendo la presencia del ser querido por cualquier medio.”9
El retrato mortuorio como construcción, simulacro, discurso.
Si bien el retrato post morten se nos presenta como una huella laminar de una existencia, en la práctica se puede entender también como el resultado de una serie de procedimientos escenográficos y fotogénicos que lo hacían adquirir un valor superior al del retrato en vida. Veremos que su práctica nos lleva hasta el simulacro visual. Andrea Cuarterolo nos indica que existieron tres categorías de esta especie de retrato según la forma de retratar al sujeto. En la primera manera se trataba de retratar al difunto como si estuviese vivo; la segunda posibilidad era fotografiarlo como si estuviese dormido, y en la tercera modalidad el difunto aparecía “desde su condición de muerto, es decir, sin tratar de ocultar o disimular que había fallecido” 10
Es importante destacar que muchas de estas prácticas no surgieron de la nada. Ellas participaban de una comunidad de imágenes rectoras que funcionaban como verdaderos hipotextos. La autora menciona que para la primera modalidad ya existía un antecedente en la pintura post mortem muy popular en el S.XIX en la que el difunto era representado con la apariencia de vida. Debido a que la óptica fotográfica era capaz de registrar detalles finos, los fotógrafos debían recurrir a procedimientos extra para la simulación de la vida en los cadáveres , maquillándolos o iluminando ciertas partes del rostro a mano. Eran conocidos los manuales fotográficos donde se describen las sustancias que se debían usar para pintar los labios y maquillar el rostro con el fin de simular una expresión de vida. Por lo general los sujetos aparecen sentados y con los ojos abiertos, con los objetos y prendas que los identifican como individuo. En el caso de los angelitos éstos eran fotografiados juntos a sus objetos favoritos, en su propio hogar y también en los brazos de sus progenitores reforzando la unidad familiar.
El inventor de la tarjeta de visita Adolphe- Eugene Disdéri describe su experiencia en este tipo de retratos:
“Cada vez que hemos sido llamados para hacer un retrato de un muerto, lo hemos vestido con las ropas que llevaba de costumbre. Hemos recomendado que se le dejaran los ojos abiertos, lo hemos sentado junto a una mesa y para operar hemos esperado siete u ocho horas. De esta forma hemos podido captar el momento en que, al desaparecer las contracciones de la agonía, nos era permitido reproducir una apariencia de vida.” 11
No en pocas ocasiones estos protocolos y rituales no cumplen su objetivo y el intento simulatorio roza en lo macabro.
En la segunda categoría de la fotografía post mortem se intenta que el modelo aparezca con los ojos cerrados en postura de sueño. Indudablemente en esta manera se buscaba atenuar el dolor de la partida de un familiar de una forma sentimental y simbólica. El hecho es que alguien parece dormido y podría despertase en cualquier momento. En este caso, los procedimientos fotogénicos tienen también la misión de minimizar los rasgos de muerte y se incorporan además arreglos florales que abundan con el avance de las décadas.
En el caso de la tercera modalidad, los deudos no intentan borrar las marcas del rigor mortis y presentaban al muerto con sencillez. Si bien en la primera mitad de S. XIX el fotógrafo tenía más libertad para disponer y producir los elementos de la escena en colaboración con la familia, posteriormente los preparativos pasan a cargo de los servicios funerarios estandarizándose con esto la presentación del cuerpo.
En estas tres modalidades se pueden encontrar diferentes énfasis en la construcción de lo fotografiado. En los primeros dos casos es evidente que la manipulación y “ajuste” de los elementos frente a la cámara (kinesia del cuerpo, fotogenia del rostro, accesorios, etc.) persiguen un efecto simulácrico, o en su defecto, atenuador del estado de las cosas en el encargante del servicio. En cambio, el “memento mori” buscado por la tercera categoría de este tipo de retratos nos ubica en el lado del discurso espiritual: recordar la caducidad de la carne “sin afeites”.
Según Laura González Flores, con la invención de la fotografía asistimos a dos tendencias fundamentales en la imagen: una, a documentar la realidad, la otra, a crearla: “Si tradicionalmente se asocia la ontología de la foto con el testimonio indicial de la realidad, la creación fotográfica es, claramente, la representación de una realidad única que es la del autor. El creador substituye al observador, y la puesta en escena a la realidad observada.” 12
En los casos que hemos señalado la realidad del autor es relativa por cuanto en muchas ocasiones la realización de la fotografía post Morten es fruto de una empresa colectiva en la que se destaca indudablemente la maestría del fotógrafo.
Conclusión
Durante el siglo XIX, la fotografía cumple múltiples funciones en virtud de los atributos que le son asignados: precisión, objetividad, automatismo, modernidad. Sin embargo, simultáneamente el medio asume un rol social y simbólico demostrando una gran adaptabilidad a lenguajes, discursos y creencias heterogéneas. En el retrato post mortem convergen subjetividades provenientes del romanticismo y del cristianismo. En tal sentido, existe una rica iconografía que se remonta hasta el Renacimiento que influencia a este género fotográfico. En Latinoamérica, la práctica de la fotografía mortuoria no se descalza de la experiencia Europea aunque se observa la presencia de rasgos locales provenientes de sectores rurales. En todas estas instancias resalta el hecho de que la fotografía obedece a una construcción social.
1) Concha, José Pablo. Más allá del referente, fotografía. Colección AISTHESIS “30 años” n°3. Instituto de Estética Pontificia Universidad Católica de Chile.Santiago de Chile 2004. Pág. 119
2) Navarrete, José Antonio. Las buenas maneras. Fotografía y sujeto burgués en America Latina (Siglo XIX). Revista Aisthesis. Instituto de Estética. Facultad de Filosofía. Pontificia Universidad Católica de Chile. Santiago, Chile. 2002. pág. 12
3) Prieto, Alfredo. Cárdenas, Rodrigo. Introducción a la fotografía étnica de la Patagonia; Patagonia Comunicaciones. Santiago, Chile. 1997. pag. 11
4) Cuarterolo, Andrea. La visión del cuerpo en la fotografía mortuoria. Revista Aisthesis. Instituto de Estética. Facultad de Filosofía. Pontificia Universidad Católica de Chile. Santiago, Chile. 2002. pág. 52
5) González Flores, Laura. Fotografía y Pintura ¿dos medio diferentes?. Editorial Gustavo Gili. Barcelona, España. 2005 Pág. 130
6) Ob. Cit. Pág. 132
7) Bazin, André. ¿Qué es el Cine?. Editorial Rialp. Madrid, España. 1990. Pág. 27
8) Cuarterolo, Andrea. La visión del cuerpo en la fotografía mortuoria. Revista Aisthesis. Instituto de Estética. Facultad de Filosofía. Pontificia Universidad Católica de Chile. Santiago, Chile. 2002. Pag 54
9) Ob.cit. Pag. 52
10) Ob.cit. Pag. 52
11) Dubois, Philippe. El acto fotográfico. De la representación a la recepción. Paidós. 1994. pág. 150
12) González Flores, Laura. Fotografía y Pintura ¿dos medio diferentes?. Editorial Gustavo Gili. Barcelona, España. 2005 Pág. 164.